La perdida del consuelo

(Kant y la postmodernidad)

Por Fermín Fèvre


A pesar de que han transcurrido dos siglos desde que Emmanuel Kant desarrollara en su tercera crítica o “crítica del juicio” la denominada estética de lo sublime, hoy mantiene una vigencia que es necesario destacar.

El fenómeno es curioso ya que esta vigencia pudo sostenerse, también, a lo largo el proceso del arte moderno. Cuando nuevas características han dado paso a otras expectativas, que llamamos postmodernas, la estética de lo sublime sigue igualmente sirviéndonos ante la experiencia del arte. ¿Cómo es posible esto?

Ante todo, convendría más bien, hablar de sentimiento de lo sublime antes que de estética de lo sublime, al tratarse de una vivencia personal, que está en cada uno de nosotros y no de un canon objetivo de belleza o de lo estético.

El sentimiento de lo sublime está en nosotros y el propio Kant así lo expresa. Habría que recordar su gradual y reiterada manera de definir lo sublime. En el Libro Segundo, trata de la Analítica de lo Sublime y del pasaje de lo bello a lo sublime; primero, como facultad de enjuiciamiento.

Nos dice así, en el lenguaje del siglo XVIII, que “coinciden lo bello y lo sublime en que ambos placen por sí mismos”. Y luego, en que ambos no presuponen un juicio e los sentidos ni uno lógico-determinante, sino un juicio e reflexión: por consiguiente, la complacencia no depende de una sensación, como la de lo agradable, ni de un concepto determinado, como la complacencia en lo bueno” …pero, -aclara-, “con todo se la refiere a conceptos, aunque sea indeterminado a cuáles, y, por tanto, ella está ligada a la mera presentación a su facultad, a través de lo cual la facultad de la presentación o imaginación, es considerada a propósito de una intuición dada, en acuerdo con la facultad de los conceptos del entendimiento o de la razón, para beneficio de ésta.”

El propio Kant ya allí habla de lo sublime como un sentimiento. Lo define como un placer que sólo surge indirectamente, “de modo tal que es generado por el sentimiento de un momentáneo impedimento de las fuerzas vitales –dice- y de una tanto más fuerte efusión de esas inmediatamente consecutiva; por tanto, no parece ser la emoción –agrega-, un juego, sino seriedad en el que hacer de la imaginación”.

Así considerado, este sentimiento es, contradictorio y dual. Lo reconoce el propio Kant cuando dice que “desde que el ánimo no es solo atraído por el objeto, sino alternativamente, una y otra vez repelido también, la complacencia en lo sublime contiene menos un placer positivo que una admiración o respeto; esto es, algo que merece ser denominado placer negativo”.

Esto es lo que Jean-Francois Lyotard alude como combinación de placer y de pena.
El placer de que la razón exceda toda presentación y la pena de que la imaginación no esté a la altura del concepto. Una vivencia de lo sublime que todos tenemos ante la obra de arte. Tiene que ver también con lo que ella muestra y con lo que ella oculta. Vale decir lo que es motivo de placer (lo que oculta, pero sabemos que está ahí y existe) y lo que es motivo de pena (lo que muestra, por medio de las formas, que son el consuelo de lo que alude).

Por eso este sentimiento de lo sublime nace del hecho de que la obra alude a lo impresentable; a la ausencia, Kant lo señala al afirmar a su vez, que “llamamos sublime a lo que es absolutamente grande”; vale decir, que excede toda representación, y que es grande por sobre toda comparación.

Como sostiene Lyotard, la obra, hace ver que hay algo que se puede concebir pero que no se puede ver ni hacer ver. Eso impresentable es alegado como contenido ausente y la forma ofrece materia de consuelo y de placer. En realidad el placer es sólo consolador, menor, por cuanto está referido a lo ausente, que es la verdadera fuente de placer…El placer ausente y la pena presente, sólo logran conciliarse bajo el consuelo menor de las formas.

Kant nos va dando distintas definiciones e lo sublime; alejándose cada vez más del objeto motivador de ese sentimiento. Nos dice así; “ha de ser llamado sublime el temple del ánimo debido a una cierta representación que da que hacer a la facultad de juzgar reflexionante, y no el objeto”. De tal modo “excede toda medida de los sentidos”, añade.

También destaca Kant a la idea de infinitud como constitutiva de lo sublime, situándola en una lejanía que tiene ciertas semejanzas con la definición del aura que casi 150 años después Walter Benjamin en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Ero a diferencia e Benjamin que sitúa el aura en el objeto, Kant coloca lo sublime en la intimidad de cada uno de nosotros.

“La verdadera sublimidad –dice- sólo tiene que ser buscada en el ánimo del que juzga, no en el objeto natural, cuyo enjuiciamiento da lugar al temple del sujeto”.

Es por esto que estamos ante un sentimiento, Esa es la valoración subjetiva del arte –la única que cuenta-; el hecho personal de la vivencia estética. La sublimidad no está finalmente en ningún objeto sino solamente en nosotros mismos, “en nuestro ánimo” en el lenguaje de Kant.

En su pensamiento, las ideas no tienen presentación posible y todo intento de hacerlas visibles es insuficiente; son, en ese sentido, impresentables. En la relación entre entendimiento e imaginación Kant encuentra, precisamente, el placer estético. En la Primera Crítica afirma que “lo hermoso induce mucho pensamiento, pero sin la posibilidad de que ningún pensamiento definitivo sea adecuado para él”. Sin embargo, en esta relación hay una recíproca excitación. La forma (materia de consuelo) estimula al pensamiento (materia de placer) y recíprocamente éste actúa sobre ella. Del mismo modo Kant sostenía que “las intuiciones sin conceptos son ciegas, y los conceptos sin intuiciones son vacíos”.

El proceso de desmaterialización del objeto artístico a lo largo del arte contemporáneo, que culmina en cierto modo en el arte conceptual, pero que subsiste de muy diversas maneras a partir del postconceptualismo y especialmente en nuestros días pone en evidencia la pérdida del consuelo.

La importancia determinante de la forma desaparece a favor del concepto alegado que, abandona cada vez mas su condición de ausente para hacerse presente, exponiéndose en una mayor evidencia. El objeto, motivo de lo sublime – como quería Kant- es entonces, un objeto mínimo, prácticamente subjetivo.

En ese juego de presencias y de ausencias, de recíprocos estímulos, se produce la pérdida del consuelo. Ya no nos basta quedarnos con el consuelo de las formas. El renunciamiento al objeto, aunque esté presente, su minimización a favor de lo que verdaderamente nos transmite (en última instancia, lo que motiva a lo sublime que está en nosotros) nos lleva a lo que también Kant llamaba la apercepción pura. Lo que identificamos entonces con el arte ya no es algo que situamos o visualizamos en los términos de los objetos sino e un sentimiento personal, subjetivo, que por los más diversos medios perceptivos llega a una resolución en la mente sin posibilidad, empero, de verse traducido en conceptos. En ese ir y venir de mutaciones y de transformaciones de energía se plantean los términos de relación entre los creadores y los receptores en pos de lo sublime.

Con otras características diferentes a las de la modernidad; sin su carga de utopías a cuesta, sin sus pretensiones totalizadoras y apocalípticas, con otra dimensión de lo impresentable, de la ausencia alegada, el arte de la postmodernidad también participa del sentimiento de lo sublime.

La sublimidad esta en cada uno de nosotros y el arte es una de las vías de ponerla en descubierto. Otra es el amor.

Fermín Fèvre

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