Para la otra vez que lo mate (…) le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante.

Jorgel L. Borges.
Escena final de “La muerte y la brújula” entre el detective Erik Lönnrot y su perseguidor-perseguido Red Scharlach.
En el momento de enfrentarse con su enemigo, Lönnrot descubre que:
lo que él concebía como su propio plan de caza obedece, de hecho, a un minucioso plan manipulador de la presa misma, una celada en forma de laberinto trazado sobre el mapa de una ciudad. Ya a punto de morir, Lönnrot hace un gesto elegante de buen perdedor y transfigura la escena de persecución en proceso de investigación científica; Lönnrot juzga la metodología de su colega en nombre de la famosa regla de simplicidad sintáctica: “En su laberinto sobran tres líneas”.
Con esta observación desinteresada, el detective aplica a la propia muerte su divisa inicial de preferir lo teóricamente interesante a lo pragmáticamente realizable o verificable. Teórico hasta la muerte, Lönnrot analiza su momento final con la serenidad de un gramático:
–En su laberinto sobran tres líneas (…). Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
Y el asesino responde, agradecido:
–Para la otra vez que lo mate (…) le prometo ese laberinto, que consta
de una sola línea recta y que es invisible, incesante.
Lönnrot, y a través de él, Borges, propone así, como el más intrincado de los laberintos, aquella simple línea recta, infinitamente divisible, que debía recorrer Aquiles para alcanzar a la tortuga.
Waltersio Caldas

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